No se sujeta a puentes ni es generoso en vados. Por su lomo cruzan lanchas con balseros que amarran las manos a largos pértigos o a los cables del hilo sin fin: como en un cuento de hadas, están eternamente uncidos al esfuerzo de los brazos y como nadie les ha pedido reemplazarlos en la tarea, siguen esclavizados al río desde el primer rayo de sol que calienta las cumbres hasta su postrer pincelazo pálido en los picachos.
Pero el río no rige el destino de estos hombres: no tiene en este rincón iluminado por los fuegos del Llaima y vigilado por el atalaya del Mocho, ni grandes bosques que le llenen el lomo con su tronquerío ni ofrece otra ventaja que desaguar eternamente las cordilleras.
Dicen, eso sí, que es sabedor de muchas historias. Sabedor de cosas épicas que hasta hacen llorar, de cosas amargas también como el llanto, de cosas de pasión y heroísmo, de cosas de formidables esfuerzos y de muy escasas flaquezas. Las está contando a diario con la sorda voz de sus aguas al derrubiar los flancos de los acantilados. Pero también sabe de la violencia, que un día se ha rebelado y ha roto sus vallas y ha llevado a los campos, en forma de osamentas, pruebas que el hombre puede ser grandioso en sus arrestos y mezquino en sus venganzas.
No han dejado huella visible en el deslizamiento de su cauce las épocas diversas que le han ido cargando de experiencia.
Pero todo lo lleva dentro de sus aguas: ahí está ese pueblo de cobre de los faldeos subandinos australes. Entonces el río tenía otro nombre sin onomatopeya de grito de pájaro agorero: era el Butanlebu y los hombres que se bañaban y pescaban en sus aguas eran pehuenches del Inepire-Mapu. Libres de coger el quillín de los pinares, libres de arponear los salmones y tender trampas a los zorros.
Sabe el río que eran los amos de la región. Sus caciques poderosos y altivos, pujantes hasta en la muerte, al morir se refugiaban en los volcanes y arrojaban fuego y lava si las acciones de sus huestes humanas le ponían el ceño duro.
Las rucas se esparcían aisladas por las parcialidades de todas las faldas andinas, porque si estos hombres no temían a ser vivo, en cambio les ponía miedo la potencia de sus hechiceros. Y en los valles, junto a los ríos despeñados en raudales tronitosos por las rajaduras de las montañas, se multiplicaban los tolderíos de cuero.
Terciado el cuerno al pecho, en ocasiones los caciques le arrancaban sordos sones: era el llamado al nguillatún, la convocación a la guerra, el clamor de un pueblo libre para crecer y para morir. Entre la maraña de troncos de cipreses y robles, cuerpos morenos seguían detrás de las vizcachas, cazaban los huillines o armaban trampas a los coipos en los esteros de las planicies. La caza del hombre por el hombre no entraba todavía a la tierra que Dios rasgó en híspidas rocas y enmarañó de selvas.
Pero un día... La gente de los pinares estaba en paz.
En son de guerra llegaron unos extraños hombres blancos, barbados, dueños del trueno. Los mapuches lucharon, cayeron, lucharon. Cientos de miles de lanzas se rompieron en los encuentros y miles de mocetones mordieron la tierra ensangrentada, un día y otro día, tantos días y tantas noches que los pehuenches perdieron la cuenta y con el mismo brío con que guerreaba el abuelo lejano, seguía combatiendo el nieto apenas aprendía el grito de guerra.
Tras la muerte, una pausa. Detrás de la espada, lo que la espada no pudo conseguir, intentó hacerlo la cruz. A la sazón, el río había mudado de nombre: llamábanlo ahora Ribimbe o Biu-Biu.
Al doblar un día este Bio Bío, encauzado ya en lecho dilatado, por un caserío surgido de improviso, años atrás, a la salida de los desfiladeros cordilleranos, oyó hablar de unas hombres vestidos de largos chamales color de tierra gredosa, armados solamente con una cruz y enviados por un alto cacique blanco al que mentaban don Manuel Amat y Junient. Así supo el río de la lucha pacífica por el sometimiento de los mapuches, así supo que ese caserío, al que llamaban Santa Bárbara, quería tener algo de santo teniendo mucho más de bárbaro.
El imperio de la cruz hizo prodigios. Mas su reinado fue breve. Resonó otra vez el grito de guerra y los pehuenches arremetieron sus súbitos malones contra los poblados, empujados por la sed de venganza contra los huincas ansiosos de despojarlos de sus tierras. Luchas y treguas, nuevas luchas y nuevas treguas se fueron dando vuelta en los años indígenas. Las quinchas de colihue y barro de los fuertes se hincaron en la tierra mapuche al estampido de los viejos fusiles “Comblain” de las huestes de chilenos fogueados en las campañas de los desiertos peruanos. La división de Drouilly clavaba en el Butal Mapu pehuenche los fuertes de Curacautín, Lonquimay, Liuncura, Nitrito y Llaima.
El indio fue expulsado, cercado, despojado, arrojado a los flancos abruptos de la cordillera, recluído en la tierra que nadie, por mísera, ambicionaba.
Aun esa tierra la trabajaban como podían y cuando podían. Morían de hambre. La filosofía de los viejos, enflaquecido por las privaciones, traducía la angustia en una frase breve y brutal: “no come, murió”. La tierra, eso sí, era pródiga en piñones. Y los piñones aplacan el hambre. Aplacada el hambre, ya es posible vivir... No lo es, empero, cuando el kalku era más poderoso que el Ngenechen y desde las profundidades del rine arroja su mal al desdichado mapuche: son en vano, entonces, los redobles del cultrún y las contorsiones de la machi... Así se moría de hambre o de mal tirado. Nada más. O en las disputas entre las tribus, la muerte heroica entre el chivateo de la victoria o la maldición de la derrota.
Sobre ellos cayeron más tarde unos huincas armados de carabinas. Oculto detrás de las rocas, a cubierto de gigantescos troncos, solapados en las grietas del terreno, los balearon sin piedad, los persiguieron como a bestias dañinas.
Los indios caían sin saber de dónde ni por qué les llegaba la muerte. Los heridos se arrastraban a sus rucas y sus indias los curaban con yerbas de la montaña y lloraban la desdicha que se abatía sobre ellos sin haberlo merecido. Los perseguían, los mataban. No bastaba, pues, el hambre ni la hostilidad de la naturaleza: llegaba el blanco. Las indias gemían sus menesteres y en la acongojada ceremonia de los funelares, surgía el clamor de la angustia: “¡kiñeke wentr ñiekei pañilvepiuke!”.
¡Ay, sí! De fierro tenían el corazón esos hombres. De piedra y fierro. Enviados por sus amos a limpiar de indios una zona que mejor estaba para echar en ella a pastar animales, caían como perros sobre las liebres. El plomo horadó las entrañas de los viejos, de las mujeres. Los niños conocieron también el candente camino que dejan las balas en la carne desgarrada. Los mocetones lucharon. Y murieron. La trágica cacería duró meses. Los hombres combatieron defendiendo sus rucas, sus güeñes moquillentos, sus tristes sembrados. Pero caían; y al morder su boca las rocas duras, sus dientes seguían estampando en ellas un grito rebelde y tenaz. De aliento para los que restaban.
Todo en vano. La sangre no logró hacer más fecunda la tierra: sólo trajo revuelo de aguiluchos voraces refocilantes en la carroña.
Los indios se fueron retirando más arriba, lejos, prendiéndose a las crestas de la misma cordillera, allí donde los animales desdeñan clavar sus pezuñas. Y allí murieron.
Para matarlos, esta vez el huinca no empleó las balas. Había aprendido el valor de un arma mucho más eficaz que no deja rastro de sangre: la ley. El huinca contrató abogados y el abogado dio el golpe de muerte definitivo y brutal a los últimos mapuches. Valióse de papeles llenos de timbres y firmas, todo muy legalizado y muy en regla. Al pie, la cruz que reemplazaba la firma del cacique analfabeto. El cómo puso allí su firma o lo que fuere, secreto es guardado por el huinca y su abogado, pero lo sabe también el río.
Y así fue: la culpa la tuvo el aguardiente, aguardiente para el estómago del mapuche. Con aguardiente, el mapuche no sabe ni lo que dice ni lo que hace, ve unas caras borrosas, oye unas voces lejanas, una que le escancia el licor, una vez, otra vez, muchas veces. El mapuche no puede desairar a un huinca amigo y su dedos temblorosos estampan en el documento que lo despoja de sus bienes, unas cuantas rayas tiritonas. Cuando le abandona el licor, le ha abandonado también el huinca amigo y le han abandonado sus animales y sus tierras.
Así vio el río la muerte del pehuenche. Vio muchas cosas más: vio crecer las haciendas, dilatarse hasta las cordilleras, llenarse de animales en kilómetros y kilómetros. Todo bajo el dominio de uno o dos hombres. La posesión a fierro o fraude. ¿Y qué? ¡Si esos no son más que unos pobres indios!
“Ránquil” Junio de 1941, Reinaldo Lomboy; Novelas de la Tierra
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